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el periodico de saltillo
Enero 2016
Edición No. 323


El Cañón de San Lorenzo

Jaba.

Como a muchos, me tocó nacer en una de las colonias periféricas del sur de la ciudad; aquella zona descuidada, con un aire de abandono y que a la fecha, no muchos conocen. Desde mi casa se podía admirar la gran entrada del Cañón de San Lorenzo, una enorme pared que funge como puerta, invitando a quienes se atrevan a explorar las maravillas que habitan dentro.

Como niños criados en los linderos del progreso, nuestra diversión consistía (hasta la fecha) en excursiones maratónicas rumbo al despoblado, en busca de animales, insectos y plantas exóticas. Muchas de estas excur- siones tuvieron lugar en el hermoso Cañón de San Lorenzo. Para llegar, ha-bía que tomar la ruta Periférico, que nos dejaba pasando la Sexta Zona Militar, y a partir de ahí, caminar y con suerte conseguir un aventón que nos acercara.

Con un bote de agua y resortera, un día encontramos los primeros habitantes irregulares que acapararon aquel terruño, improvisando casas de lámina y tarimas, uno que otro perro con aire tristón y un aire fresco, distinto al de la ciudad. Era aquella zona un hermoso campo verdoso y sereno, con charquillos de agua y silencios interrumpidos por esporádicos alaridos de pericos.

Ir al cañón significaba llevar los cuerpos al límite, recuerdo un paseo que un amigo y yo hicimos en bici, donde ya no pude más y tuve que volver el estómago con el bofe producido por una pedaleada continua en trayectoria ascendente. Sin embargo, llegar siempre valía la pena. Sentados sobre algún risco, pasaban las horas en un sosiego extraño para un adolescente citadino.

Fuera de la pedrera y la chapopotera ubicadas justo a la entrada del cañón, no había otra amenaza visible… es verdad, entonces éramos ingenuos. Eso sin mencionar que dentro de ese espacio habitan especies endémicas únicas, además de ser la única fuente de agua para la ciudad. Prácticamente un regalo, quizá no merecido, para los hijos de esta capital norteña.

Ninguna novedad, pues quien sepa un poco de todo sabe que sin dichas reservas, el desarrollo y estabilidad de la ciudad quedarían en entredicho. Sin embargo, en aquel entonces, poco nos interesaba esto y no imaginábamos que en el lapso de una década aquellos paisajes casi vírgenes, quedarían reducidos a algo impensable.

Años pasaron y el sur de Saltillo fue poblándose con cambios de uso de suelo y con la mala legislación que permitió más de cinco fraccionamientos que se extienden justo hasta la entrada de nuestro amado Cañón de San Lorenzo. Empresas como Davisa lograron atiborrar de casas, ocupando, en los márgenes de la ley, arroyos y zonas inseguras para asentamientos urbanos.

Entendí por qué de un tiempo para acá, cada que viene la lluvia la carretera a Zacatecas se convierte en un río que ha llegado a dejar varados autos y demás objetos.

Por causas ajenas, abandoné mis excursiones a ese lugar de introspección, hasta hace unos días. Ahora la entrada al cañón y la mancha urbana no tienen ningún apartamiento, con Oxxos y Sorianas a minutos del acceso. Desde la entrada se ven montones de basura desperdigados y algunos riscos grafiteados. Como si no fuera suficiente, al interior se yergue un “museo”, construcción muy al estilo de las del gobierno de los Moreira, que falsea el paisaje natural.

Poco ha valido el esfuerzo de 40 mil familias saltillenses que han donado a la Asociación Civil Profauna la adquisición de hectáreas reservadas a la conservación por parte del gobierno. Las compañías que hasta hace poco extrajeron materiales, dejaron un daño irreparable. O las fumarolas que la chapopotera emite justo en la entrada. Y qué decir de la poca visión de los ayuntamientos que se interesan por el desarrollo urbano, pero no por la sustentabilidad de la ciudad.

Esta última visita al bastión de mis recuerdos infantiles ha sido amarga y dulzona. Perduran la caseta abandonada a la entrada, la explanada hermosa y la imponente pared natural que recibe a visitantes. En las entrañas, perduran flora y fauna, en ascuas, esperando un rescate.

Lo que ya no encontré fue el sosiego y la sensación de ese salvajismo que salvaba el sur de mi ciudad. Cierto es que Saltillo necesita expandirse, pero es suicida especular con el agua, con el equilibrio del ecosistema y con una planeación urbana al servicio de constructoras que se pasan por el arco del triunfo regulaciones y límites establecidos para salvaguardar lo que, a toda costa, ha de ser salvado.

 
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