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el periodico de saltillo
Enero 2015
Edición No. 311


“Llegó nuestro tiempo, Julio”



David Guillén Patiño.

Resultó correcto el augurio de su entrañable compañero de batalla, Vicente Leñero quien, vía telefónica y a punto de morir, le anunció: “Llegó nuestro tiempo, Julio”. Cinco semanas después, también nuestro Scherer dejaría de escribir para siempre.

Soy un convencido de que el periodista es capaz de desarrollar aptitudes de psicólogo, incluso hasta de psíquico. Todo se lo debe precisamente a esa intuición que sólo los años pueden darle. Seguramente, ese fue el caso de Leñero, hombre de probada perspicacia.

A propósito del deceso de ambos luchadores sociales, es común que los comunicadores terminen sus días víctimas del cáncer, o bien, de afecciones cardíacas o gastrointestinales.

Son males, se sabe, derivados casi siempre de sus adicciones o malos hábitos, generalmente adquiridos por el descuido y el estrés a los que suele someterlos su quehacer diario.

Entre el gremio se ha llegado a afirmar jocosamente que “quien no es borracho, fumador o cafesero nocturno, simplemente no es periodista”.

En cierto modo, esta realidad es reflejada por Julio Scherer en lo que se considera el último artículo que escribió, en diciembre pasado, refiriendo los últimos momentos que compartió con Leñero, en las proximidades de su fallecimiento. He aquí, un fragmento del texto:

Escuché a Vicente Leñero por teléfono, la voz lenta, húmeda: “Llegó nuestro tiempo, Julio. Tengo un tumor en el pulmón. Cáncer. Los médicos me dan dos años de vida”.

Vicente me evitó una respuesta que habría sido superflua. Simplemente se retiró del teléfono. Yo me acompañaba en la casa con algunos de mis hijos y en ese momento nada les dije acerca de la noticia que me laceraba. Necesitaba estar solo.

La palabra de Vicente tenía dos acentos: el irónico y el sarcástico. Ahora asomaba el lenguaje del dolor que ya no lo abandonaría.

Vicente rehuía a los médicos como augures de las malas nuevas. Los galenos se las ingeniaban para encontrar males en cuerpos perfectos. Del momento de la derrota no quería saber. Quería para él final súbito. Un plomazo o un infarto y ya. Sería todo.

Sus amigos le urgíamos para que confrontara su pasión por el tabaco. No era buen camino su adicción: cajetilla y media o dos paquetes diarios. Él replicaba con humo equívoco.

Había visto en El País una fotografía reciente de Manuel Fraga, constructor de la democracia española. La información daba cuenta de su edad: 89 años. Se veía satisfecho y no apartaba el cigarro de la boca. Lo disfrutaba como si anduviera en los cincuenta.

Saludé a José Pagés Llergo en su casa, ya vigilante la agonía. Vivía para continuar vivo. Sus pulmones estaban deshechos por su incontrolada pasión por fumar. Para él no había colilla que sobrara. Trabajaba y fumaba, fumaba y escribía. Permanecían a su lado una enfermera y un tanque de oxígeno de metro y medio de altura, color verde, deteriorado. Pagés, vanidoso, dejaba que corriera una entrevista con Hitler en 1945. La entrevista se reducía al intercambio de unas frases de cortesía y un apretón de manos. Nada.

A corta distancia de Pagés vi el rostro de la desesperación. Sin oxígeno en los pulmones quería atrapar aire del medio ambiente de su recámara, las ventanas siempre abiertas. Francisco Martínez de la Vega, su compañero, lo lloraba. De buena fe, tersa la intención, el 7 de junio, día de la libertad de prensa, Martínez de la Vega dijo, en Los Pinos, que sin el consentimiento del jefe de la nación, no habría medio impreso que pudiera subsistir. Martínez de la Vega abogaba para que Proceso contara con los recursos necesarios para sobrevivir, entre ellos, la publicidad.

Pagés fue hombre generoso. Nos ofreció, a los expulsados de Excélsior, un piso en un edificio de su propiedad, en avenida Chapultepec, para que ahí pudiéramos planear nuestro futuro. Vicente fue el primero que rechazó la oferta. Dijo que Siempre, el semanario de Pagés, no era independiente del gobierno. Ahí se publicaron textos contra el gobierno pero siempre tuvo un límite, la voluntad del ejecutivo que gobernaba en todas partes. Si en verdad queríamos una publicación libre, con todos los riesgos, no teníamos sino un camino. En esos días renunciaron algunos compañeros al proyecto y otros esparcían su veneno. Las traiciones estuvieron a la orden del día. “Julio está loco -oía decir-. Quiere venganza”. Francisco Galindo Ochoa, el portavoz de la palabra presidencial, decía:

“Julio pierde los estribos. En su insensatez perderá hasta su casa. Ya le hice saber que pagaría las consecuencias si publica la fotografía y arma un reportaje sobre la casa del Presidente en la Colina de Cuajimalpa”.

No escapaban a nuestro quehacer los mensajes amenazantes. Discutíamos cuál debía ser nuestra actitud. Ya se nos había presentado un asunto grave por un reportaje firmado por Alejandro Gutiérrez.

El artículo de Alejandro está fechado el 13 de mayo de 2007 en Apatzingán, Michoacán. En él, hacía referencia de cómo cada día eran más los ciudadanos que padecían violencia e imposiciones de los narcotraficantes y de cómo los operativos policiacos y militares, que se justificaban sólo para restaurar la seguridad pública, incrementaban los riesgos de la población por vivir en un país convertido en campo de batalla: detenciones ilegales, allanamientos, torturas y hasta robos, fueron y son algunos de los abusos que han cometido las Fuerzas Armadas.

Alejandro Gutiérrez, según Ramón Eduardo Pequeño García, quien fuera titular de Seguridad Regional de la Secretaría de Seguridad Pública, debía contar con dos hombres de confianza que lo protegieran de un posible atentado. Vicente se opuso al punto de vista. La seguridad de nuestro personal debía depender de nosotros mismos. Agradecimos la atención y optamos por nombrar a Alejandro, corresponsal de Proceso en España.

Echeverría (otro tiempo, el mismo país, idéntica lacra de la política), encargó a un emisario de promisorio futuro decirnos que el Presidente era un bien nacional y estábamos obligados a cuidar de su buena fama. A su arenga llegó la advertencia: más nos valía que protegiéramos el nombre y la figura presidencial o podríamos pasar momentos desagradables. Sin embargo, a Vicente ya nadie podría detenerlo...

 
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