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el periodico de saltillo
Junio 2014, No. 304


El camino que nos trajo hasta aquí

“…Lo único que necesita el mal
para triunfar es que los hombres
buenos no hagan nada…”
Edmund Burke.

 

Rubén Núñez de Cáceres V.

Si usted cree que la precaria situación de seguridad y la manifiesta cuanto triste indefensión en que el mundo, nuestro país y nuestro estado se debaten, es una pesadilla que nos vino de repente y no acabamos de explicarnos por qué nos aconteció, quiero decirle que lo que realmente pasa es que, como sucede con muchísimas otras cosas de nuestra vida cotidiana, hemos perdido la memoria de nuestro andar en el tiempo.

Si usted cree que los eventos que hoy por hoy nos horrorizan tanto, al ver con tristeza cómo la demencia parece haberse apoderado del corazón del hombre y que el miedo que experimentamos respecto a cosas que antes no temíamos es algo gratuito, inmerecido e inexplicable, permítame decirle que la verdad es otra, aunque nos duela aceptarla. Todo ésto se ha venido incubando como virus mortal en el tejido de nuestra sociedad, hasta convertirla en una tela deteriorada e inservible, porque un día impensadamente lo permitimos y lo prohijamos, haciéndose algo cotidiano en nuestras vidas. Y ahora nos quejamos porque nos tiene contra la pared.

Porque, vea usted, nadie puede llamarse a sorprendido si después de haber trabajado arduamente a favor de lo ilegal y lo incorrecto, un día todo ello le azota sin más en la cara. Pero para que todo esto sucediera alguien tuvo que esforzarse día a día, trabajar en la línea equivocada, pasarse de la raya, transgredir las normas de convivencia social más elementales, prestar oídos sordos a la recta razón, y hacer caso omiso del sentido común que le reclamaba no lastimar lo que debería valorar.

Ésto es lo que ha acontecido con nuestra ahora alarmada sociedad civil. Porque han tenido que pasar décadas para que nos diéramos cuenta de las veces que hemos lastimado a otros y no nos ha importado; de ver impasibles cuánto hemos faltado al respeto a los mayores, sin que eso tuviera ninguna repercusión; de observar la violación sistemática que hemos hecho de las más sencillas normas de ciudadanía, sin que ello haya sido significativo para nadie. Del abuso hecho a los niños, la discriminación y la violencia contra las mujeres, del odio racial y de género, así como de tantas luchas por el poder, que han sumido nuestras vidas en disputas estériles y sin sentido.

¿Acaso tenemos autoridad moral para exigir conductas éticas de los demás, cuando nosotros, en muchas de esas acciones hemos sido sistemáticos colaboradores de lo antiético y hasta nos hemos vanagloriado de ser astutos porque hemos sabido burlar e incumplir las normas que deberían regir la sana convivencia humana. ¿Con qué argumentos podemos pedir a las autoridades que sean honestas y transparentes si quizás nunca en las escuelas nos preocupamos por enseñar la importancia de la ética cívica y los valores fundamentales de la vida a los ciudadanos del mañana, algunos de ellos nuestros futuros gobernantes? Incluso nos hemos ufanado de ser más inteligentes que quienes actúan bien y cumplen con las leyes, considerándolos como tontos y hasta hemos pensado que esa nuestra sagacidad para burlar las reglas es algo que debería ser premiado, no castigado.

Nos quejamos de la alta incidencia de la criminalidad, pero somos fáciles para el soborno, vemos preocupados que no hay castigo para el que delinque, pero permitimos que el joven burle el servicio militar, copie una tarea importante, mienta sin recato y hasta pretendemos muchas veces que los fines personales mientras tengan fachada de nobles se impongan, aunque los medios que se empleen para ello sean inmorales, mezquinos y egoístas. Y no nos percatamos que eso ha ido construyendo el entramado de una sociedad que no se respeta a sí misma y cuyos miembros un día tendrán que experimentar las funestas consecuencias que resultan de vivir en la impunidad y la corrupción, y por cuya tolerancia pagarán algún día un precio elevado. Y es precisamente eso lo que está sucediendo ahora.

Por eso ahora que sentimos que ya nos ahoga el mal, debemos pensar por un instante al menos, cuánto de todo ello es una responsabilidad compartida, una obligación común y un camino que todos construimos con nuestro permisivismo y nuestra ceguera. Porque los procesos escalatorios en las conductas humanas son hechos comprobados: la violencia intrafamiliar, por ejemplo, puede comenzar con un simple detalle agresivo y terminar en un crimen. Así las pequeñas transgresiones, máxime si quedan impunes, dan generalmente cauce abierto a las grandes conductas delicuenciales.

La vida del hombre no es sólo una secuencia de hechos inconexos y sin sentido. No somos una anomalía del universo. Somos una comunidad cuya entramado social contribuimos todos a construir con nuestra razón y nuestro libre albedrío. Pero para que permanezca firme, y no se nos convierta en hilachos o se nos deshaga entre las manos, debemos educar y ser educados en la justicia y la verdadera ciudadanía, única forma de que hacer que su tejido se conserve fuerte y unido y pueda así triunfar sobre la ruina y la destrucción. Porque como dijo el escritor: “no basta sacudir las ramas del árbol: debemos sanar también sus raíces” (H.Hesse)

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