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el periodico de saltillo
Abril 2014, No. 302


rogelio montemayorEl día que vi llorar al gobernador
(A 20 años de la muerte de Colosio)




Alfredo Dávila Domínguez.

El día había transcurrido dentro de la normalidad y hasta tranquilo ese miércoles 23 de marzo de aquel ahora lejano año de 1994. El trabajo periodístico, es decir la rutina diaria, prácticamente había concluido ya al terminar la transmisión del programa radiofónico “Detrás de la Noticia” que conducía de dos a tres y media de la tarde en la XEKS. El contenido del noticiario había sido, la verdad, más bien pobre, de esos que dejan con cierto aire de insatisfacción a un reportero que se precie de serlo.

Nada extraordinario parecía alterar la monotonía de Coahuila, gobernada por Rogelio Montemayor Seguy, ni la de la capital del estado, cuyo alcalde era Miguel Arizpe Jiménez. Nada, salvo la reciente visita del entonces presidente Carlos Salinas, quien en un improvisado discurso en Saltillo había despertado grandes expectativas entre la clase política regional, al asegurar que “A Coahuila y a su gobernador les esperan grandes cosas con el próximo presidente de México… yo les recuerdo que quien me presentó a Luis Donaldo Colosio, fue nada menos que su gobernador Rogelio Montemayor”.

Aquellas palabras de Salinas tuvieron un efecto inmediato en el equipo político del gobernador coahuilense, en sus colaboradores y en general en los miembros de la corte que suele rodear a los gobernantes. Se empezó a mencionar como integrante del siguiente gabinete federal y consecuentemente como presidenciable al doctor Montemayor. Sus más allegados, y los no tanto, comenzaron a soñar con las posiciones que obtendrían en un futuro cercano. Todo era felicidad y buenos augurios para el grupo en el que figuraban nombres como Juaristi Septién, Marcos Issa, Beatriz Flores, Claudio Bress y un larguísimo etcétera.

Salimos, decía, del edificio de la legendaria radiodifusora XEKS, en la calle de Manuel Pérez Treviño, el grupo de trabajo de “Detrás de la noticia” que encabezaba quien esto escribe. Permítame aquí el lector hacer una pausa para recordar a ese puñado de jóvenes reporteros que procurábamos hacer periodismo en serio, sin adjetivos, con la natural animadversión de funcionarios y políticos que, en su ignorancia y falta de oficio, interpretaban como “ataques” los señalamientos y denuncias que día a día -con la comprensión y el apoyo de Chuy López Castro, el propietario de la empresa-, hacíamos lo mismo contra dependencias federales, estatales o municipales, del PRI o del PAN. Que en esos menesteres de la ignorancia y la corrupción oficiales no hay partido que detente la exclusividad, ni época que quede libre de ellas.

De ahí encaminamos nuestros pasos a otra institución legendaria en Saltillo, como lo es la Sociedad Manuel Acuña, cuyo bar era y, creo que sigue siendo, lugar de reunión de periodistas, locutores, burócratas y una clientela de lo más diversa y variopinta, unida por su afición a la bohemia y a la buena conversación. Después de beber un par de cervezas con los colegas y saludar algunos amigos, me despedí de ellos y bajé a los baños con la intención de disfrutar del sauna y el vapor, para luego tomar una ducha fría.

Al salir de la regadera temblando de frio, con rumbo al vestidor, al tiempo que me echaba sobre los hombros una toalla, el servicial Nicolás, encargado de los baños de vapor en la “Acuña”, me dijo con aire de enterado -”Ya supo licenciado, que acaban de balacear a Colosio allá en Tijuana”. Me frené en seco y sólo alcancé a preguntar “¿Me estás hablando en serio… cómo supiste?” El otro me respondió algo de lo que sólo recuerdo que lo acababa de oír en la SJ (se refería, claro, a la estación de radio XESJ ). Sin alcanzar a secarme del todo, y ya presa de la excitación que sólo reconoce un reportero ante la presencia de un hecho extraordinario, me vestí y salí corriendo del edificio de la “Acuña”. Eran las seis de la tarde con veinte minutos.

Sin pensarlo mucho, ni poco, me dirigí al cercano palacio de gobierno. Antes de ingresar a Palacio, divisé que en la Plaza de Armas ya se encontraban reunidos en corrillo siete u ocho de los reporteros que, para diferentes medios, cubrían las actividades del gobernador del estado. Me uní a ellos que ya comentaban la nota y mientras algunos aportaban algunos datos más precisos sobre el atentado al candidato presidencial priísta, otros, los de mayor experiencia, formulaban una serie de conjeturas sobre los motivos y las consecuencias que tendría para el país y para Coahuila la noticia que corría por todo México.

Ingresamos todos juntos a la sede del poder gubernamental del estado y nos dirigimos a la oficina de Comunicación Social, donde solicitamos que nos recibiera el titular, para acordar una entrevista con el gobernador Montemayor, en la cual esperábamos que nos diera sus primeras impresiones sobre el atentado al candidato presidencial de su partido, pero, por sobre todo su amigo. También queríamos obtener información confiable sobre las condiciones de Luis Donaldo Colosio, ya que las versiones al respecto eran en ese momento muy diferentes entre sí y hasta contradictorias.

Por supuesto, y como es costumbre no escrita entre la burocracia, nadie nos pudo dar razón del director de comunicación social y, mucho menos del paradero del gobernador del estado. Reunidos en la sala de prensa, ubicada en la planta baja de Palacio, y después de múltiples e infructuosas llamadas telefónicas para obtener reacciones de políticos y personajes notables de la sociedad, sólo nos quedaba el recurso más ingrato: la espera. El reloj de la sala de prensa marcaba las siete y pocos minutos.

En eso, uno de los compañeros reporteros recordó que en el fraccionamiento del Magisterio, casi sobre la carretera 57 al oriente de Saltillo, presuntamente vivía la madre de la esposa de Luis Donaldo Colosio, Diana Laura Riojas -originaria de Nueva Rosita, Coahuila -, e invitó a acompañarlo al lugar. Era un tiro a ciegas, las posibilidades de encontrar a la señora y lograr que, en esos momentos nos diera alguna declaración era, la verdad, muy remota. Pero todo era mejor a quedarse esperando y decidí seguir los pasos de mi colega.

Llegamos al lugar, cerca de las siete y media de la tarde. Ya se encontraban ahí otros reporteros, quienes nos dijeron que ya habían tocado y nadie había respondido. En efecto, el sitio lucía desierto, las primeras sombras de la noche empezaban a presentarse y no se veía en la vivienda ni una sola luz. Ante ese panorama, la mayoría decidimos retirarnos y sólo unos pocos se quedaron en el lugar.

De ahí regresé a Palacio, ya en compañía de José (Pepe) Mena Soto, de mis primeros amigos en este oficio y reportero de la agencia SIP, y de la corresponsal del periódico “El Norte” en Saltillo Luli Fuentes. Eran entre las siete y cuarenta y cinco y las ocho de la noche y tanto en el exterior como en el interior, el inmueble lucía particularmente solitario, un tanto sombrío. En lugar de ir a sala de prensa, resolvimos subir las escaleras hasta el primer piso donde se encuentra el despacho del gobernador, pero al llegar a la entrada un par de guardias nos impidieron el acceso. Ni siquiera llegamos al escritorio de la recepcionista.

Impotentes y sin meditarlo mucho, subimos entonces al segundo piso del palacio. Ahí el ambiente era más sombrío aún, pues el despacho de la Secretaría General de Gobierno se encontraba en remodelación. Desde la puerta y en una casi completa oscuridad, sólo se distinguían los escombros de algunas paredes recién derribadas. En este punto, Luli Fuentes decidió regresar a la planta baja y Pepe Mena se ofreció acompañarla.

La verdad aún ahora no sé qué me impulsó a seguir adelante. Avancé despacio, pero decidido hasta el fondo del despacho y ahí me encontré con la escalera interior (ahora en su lugar existe un moderno elevador) que comunicaba desde el sótano hasta ese segundo piso. Entonces bajé cuidándome de no hacer demasiado ruido. Bajé y al abrir una puerta me encontré en las oficinas del gobernador de Coahuila. Había mucha gente yendo y viniendo y las secretarias en sus puestos lucían un semblante inusualmente tenso, de tristeza. Avancé unos metros más y distinguí a un grupo casi a la entrada del despacho del doctor Montemayor, del que sólo recuerdo haber reconocido al Capitán Rubén Victoria, un defeño treintón ex policía federal de caminos, hombre de toda la confianza del gobernador.

En ese momento giré la cara hacia mi derecha y vi que la puerta del despacho del gobernador se hallaba entreabierta. Contuve la respiración y al oprimir, de manera casi automática, la tecla “record” de mi inseparable Panasonic, mi instinto de reportero curtido ya en muchas acciones llevó mi otra mano, la izquierda, a empujar con cuidado la puerta y asome mi cabeza y mi torso al interior del despacho.

Lo que observé me dejó inmóvil, perplejo.

Con la camisa remangada y los codos sobre su escritorio el doctor Montemayor se mesaba los cabellos, mientras con el rostro hacía abajo su cuerpo se convulsionaba por el llanto. Sí, el hombre fuerte de Coahuila, el gobernador con mayor futuro en el país lloraba a solas en su oficina. Por su amigo, por su compañero de partido, por el hombre que lo habría llevado a escalar, quizá, las mayores -¿la mayor?- posiciones en la política de México.

Entonces retrocedí y en ese momento alguien del grupo afuera de la oficina notó mi presencia y fui sacado sin miramientos -y sin oponer ninguna resistencia- de las oficinas del gobernador. No recuerdo, pero no tiene importancia, si me insultaron al botarme. Bajé saltando de dos en dos los peldaños de las escaleras, hasta la planta baja, atravesé corriendo el patio central y salí por la puerta del lado norte del palacio a la Plaza de Armas. Aspiré el aire fresco de la noche saltillense y al voltear a ver el reloj de la catedral, me percaté que mi dedo pulgar aún oprimía con fuerza la tecla de mi grabadora. Eran las 8 y media de la noche que vi llorar al gobernador de Coahuila

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