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el periodico de saltillo
Abril 2014, No. 302


La democracia y el populismo



Carlos Alfredo Dávila Aguilar.

El pasado 27 de marzo, la Suprema Corte deshechó la propuesta de consulta popular en torno a la reforma energética. No es mi intención aquí abordar el análisis del contenido de dicha reforma, y tampoco analizar cuáles serían los efectos negativos o positivos de que se lleve a cabo este proyecto de consulta en particular. Lo que me propongo en las siguientes líneas es plantear un problema más abstracto (cuyas posibles respuestas implican efectos muy reales) que surge cada vez que se presentan este tipo de iniciativas: ¿Debe ser la mayoría de la población, con su escasa preparación, en su abrumadora ignorancia (digámoslo claro), quien detente la decisión final en cuanto a las cuestiones más trascendentes para una sociedad compleja como la de hoy en día?

Durante los últimos meses he escuchado con recurrencia el argumento de quienes se oponen a la consulta popular sobre la reforma energética: la mayoría de la población no tiene el conocimiento técnico suficiente para tomar una decisión en cuanto a esta reforma en específico. Irrebatible. Sin embargo, al pensar en esto surge una pregunta trascendental: ¿Existe algún tema sobre el cual la mayoría de la población sí esté realmente informada y preparada para tomar una decisión racional? La respuesta, evidentemente, es no.

Así, proyectos como la citada consulta suelen recibir el calificativo de “populistas”, que se aplica lo mismo a programas políticos que a actores individuales. Algunos definen a un “líder populista” (hay quienes prefieren “caudillo”) como un candidato o político que busca, a través de su retórica, símbolos y gestos, generar una identificación entre el pueblo y su figura; identificación que buscará mantener como su fuente de poder político tomando las decisiones que sean más populares en cada caso.

La idea que subyace al uso despectivo de este adjetivo es que es irresponsable y manipulador, tomar decisiones políticas en base a lo que la mayoría de la gente quiere. Y sin embargo, ¿no es ésta la esencia misma de la idea de democracia?

La idea de un sistema político en el que la toma de las decisiones estuviera en manos de la mayoría ignorante siempre resultó problemática. Platón y Aristóteles, por ejemplo, criticaron fuertemente la idea de democracia por argumentos parecidos (aunque ciertamente más coherentes) a los que se siguen utilizando hoy en día al calificar a algo, o a alguien, como “populista”.

El saber, como instrumento de acceso y a la vez efecto del poder, siempre ha estado restringido a la minoría, a las élites. Pero el proyecto democrático no está basado en la eficiencia o en la racionalidad de las decisiones; sino en la idea de romper con el gobierno estático e inamovible de una clase sobre la otra, sostenido en la mayoría de las sociedades del mundo gracias a ese círculo vicioso del saber: condición requerida para el acceso al poder y monopolio de una clase social, y a la vez fuente de legitimidad de su posición y de su poder de toma de decisiones.

Probablemente en Occidente sea cada vez más fácil perder de vista todo lo que debemos a esta noción de democracia: nuestra concepción de la sociedad como la organización que se da entre iguales da pie a una noción del hombre universal, de la libertad individual y del libre albedrío. En oposición, podemos ver la evolución de otras sociedades en las que el ciclo de concentración de saber-poder en manos de una clase no se rompió nunca, dando lugar en algunos casos a nociones de clases naturalmente superiores a otras, a la idea de predestinación y al estancamiento intelectual.

En pocas palabras, no es posible sostener el término “populista” en su acepción negativa común, sin contradecir al mismo tiempo los principios esenciales de la idea de democracia. La democracia ciertamente no es el modelo en el que se toman las decisiones más racionales, o más eficientes, en base al conocimiento. La democracia es un proyecto de equilibrio. En el largo plazo, la decisión más racional para una sociedad es evitar la concentración de poder en manos de una élite privilegiada.

El costo a pagar de la democracia no debe ser subestimado: es la inestabilidad política que arruinó a la antigua Atenas, las decisiones poco eficientes con los costos que conllevan, y el siempre presente riesgo de manipulación de las masas por parte de un líder carismático (Hitler, por ejemplo, llegó al poder por la vía democrática). Pero son esta inestabilidad y este riesgo constante, los puntos de apoyo que sostienen el pluralismo y la libertad individual sobre los que se construye el progreso incremental de las sociedades.

Es a partir de estas consideraciones como podemos entender el riesgo que conlleva la retórica de las decisiones en manos de “expertos” que intenta posicionarse actualmente, con el auspicio de los medios de comunicación y los grupos de poder económico internacionales. La idea de que es mejor dejar las decisiones en manos de expertos calificados promueve la pasividad política de la ciudadanía -una especie de nuevo paternalismo-, y puede ser el primer paso hacia un retroceso grave en cuanto a derechos políticos.

Fueron las decisiones de los organismos de “expertos” económicos y financieros las que nos llevaron a la crisis de 2007 de la que aún no nos hemos recuperado. Son estos mismos “expertos” quienes se evidencian abrumadoramente incompetentes cuando sobrevienen las crisis, a las que invariablemente responden con los mismos preceptos dogmáticos neoliberales que ya han fracasado.

Lo dicho no significa una descalificación del conocimiento como fundamento de las decisiones políticas, esto sería un grave error. Lo que señala es la necesidad de cuestionar cualquier discurso que pretenda posicionar una forma de hacer política utilizando el conocimiento como recurso de legitimidad. Lo que denuncia es el uso de un término (“populismo”) como herramienta retórica, en un sentido que implica una concepción de democracia irreconciliablemente contradictoria con sus principios fundamentales.

carlos0alfredo01@gmail.com


 
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