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Noviembre 2011
Edición No. 273
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El niño de la montaña

José Flores Ventura.

La odisea de la vida comienza muy temprano para Toñito, un niño cuyo pecado fue nacer en una joven familia numerosa y sin un padre que la sustente, alejado en una comunidad rural en las montañas de Arteaga. Bajo estas circunstancias se ve obligado a trabajar para aportar a la precaria economía familiar, por lo tanto no conoce la escuela y el campo es casi permanentemente su segundo hogar, permeándolo, forjándole un carácter duro y melancólico a pesar de sus escasos 10 años.

Desde muy temprano sale a la espesura de los bosques recolectando piñones para vender, otras tunas silvestres, robando mazorcas en las parcelas de modernos caciques, juntando tierra para macetas, pitahayas, limas o cabuches según la temporada antes de que desequen; así el año se le va de aquí para allá cosechando lo que la madre naturaleza le da, y a pesar de su corta edad lo ha hecho gran conocedor de su entorno, me ha guiado hasta donde habitan las lechuzas de tierra, donde hay flores multicolores, las cuevas escondidas entre los farallones o el hábitat del oso negro dentro en la sierra.

Con gusto hecha diente de la comida chatarra que llevo, a la otra le traigo algo mejor, le fascina al igual que yo llegar hasta la cima de la montaña y detenerse a contemplar la grandeza del mundo que lo rodea, mimetizarse entre los árboles para no ser visto o fundirse con la foresta para poder observar los seres que lo habitan con más detenimiento y detalle. Ya de tarde tiene que regresar con su mochila cargada de frutillos silvestre para darles de comer a sus pequeños hermanos.

Así es la odisea diaria de Toñito, un niño que vaga en el bosque, solo u ocasionalmente acompañado cuando un aventurero se le atraviesa, vaga entre un mundo de peligros pero a la vez a salvo de la gente, el mayor de los peligros para un niño de 10 años. Sus manos llenas de agallas y el rostro colorado untado de costra, con el pelo suelto sin embargo esconde al niño juguetón que le gusta platicar de sus aventuras y ocasionalmente travesear con las ramas de los pinos o agarrando lagartijas que se cruzan en su camino.

De vez en cuando a lomo de burro cargado de leña cuesta abajo hacia el pueblo se detiene a descansar en el mar de flores silvestres, con la cara al sol recortado entre los trazos enramados de los pinos; así lo conocí, él a un lado del árbol y yo del otro, recuerdo el tremendo susto que le di al levantarme camuflajeado sin que previamente se diera cuenta de mi presencia.

Como mucha gente del campo que no tuvo la gracia de la “educación civilizada” Toñito no tendrá los placeres mundanos que los niños de hoy disfrutan, para bien o para mal. No conocerás más lujo que de techo un millón de estrellas, tal vez no tendrás nada material más que el burro que le acompaña, vivirás 100 años y serás un sabio acuñado con la sagacidad de la naturaleza, la simplicidad será tu constante y tu ambición ver de nuevo salir el sol por entre las montañas cada día de tu larga vida.

En su mirar hay algo que recuerda mi infancia: ojos grandes y tristes que se detienen en el horizonte en una tarde despejada, sentado en lo alto de una colina viendo desaparecer el sol tras el filo de la serranía, tal vez con la esperanza de un nuevo día, tal vez con la añoranza de que las cosas cambien.

                         
                           
                             
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