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15-Ene-2010 
Enero 2010, No. 250
 

Las venas abiertas
de América Latina (13)

Eduardo Galeno.
A carga de lanza o golpes de machete, habían sido los desposeídos quienes pelearon, cuando despuntaba el siglo XIX, contra el poder español en América. La independencia no los recompensó: traicionó las esperanzas de los que habían derramado su sangre. Cuando la paz llegó, los dueños de la tierra y los grandes mercaderes aumentaron sus fortunas, mientras se extendía la pobreza de las masas populares. Al mismo tiempo, los cuatro virreinatos del imperio español saltaron en pedazos y múltiples países nacieron.
Nuestros países se ponían al servicio de los industriales ingleses y de los pensadores franceses. ¿Pero qué “burguesía nacional” era la nuestra, formada por terratenientes, traficantes, comerciantes y especuladores, los políticos de levita y los doctores sin arraigo? América Latina tuvo sus constituciones burguesas, barnizadas de liberalismo, pero no tuvo una burguesía que se propusiera el desarrollo de un capitalismo nacional pujante.

Los burgueses de mostrador, usureros y comerciantes, que acapararon el poder político, no tenían interés en impulsar las manufacturas locales cuando el libre cambio abrió las puertas a las mercancías británicas. Sus socios, los dueños de la tierra, no estaban interesados en resolver “la cuestión agraria”. El latifundio se consolidó sobre el despojo a lo largo del siglo XIX. Una historia de traiciones sucedió a la independencia, y América Latina continuó condenada al monocultivo y a la dependencia.

En 1824, Simón Bolívar dictó el Decreto de Trujillo para proteger a los indios de Perú y reordenar el sistema de la propiedad agraria: sus disposiciones no hirieron los privilegios de la oligarquía peruana, y los indios continuaron tan explotados como siempre. En México, Hidalgo y Morelos habían caído derrotados tiempo antes. Al sur, José Artigas encarnó la revolución agraria. Este caudillo, calumniado y desfigurado por la historia oficial, encabezó a las masas populares de lo que hoy es Uruguay y las provincias argentinas de Santa Fe, Corrientes, Entre Ríos, Misiones y Córdoba, en 1811 a 1820. Artigas quiso echar las bases económicas, sociales y políticas de una Patria Grande en el antiguo Virreinato de Río de la Plata, y fue el más importante de los jefes que pelearon contra el centralismo del puerto de Buenos Aires. Luchó contra los españoles y los portugueses y finalmente sus fuerzas fueron trituradas por Río de Janeiro y Buenos Aires, instrumentos del Imperio británico, y por la oligarquía que lo traicionó cuando se sintió traicionada por el programa de reivindicaciones sociales del caudillo.

Seguían a Artigas paisanos pobres, gauchos montaraces, indios, esclavos que ganaban la libertad incorporándose al ejército de la independencia. El pueblo en armas se hizo pueblo en marcha; hombres y mujeres, viejos y niños, lo abandonaban todo tras las huellas del caudillo. En 1815, Artigas controlaba vastas comarcas. Paseándose con las manos en la espalda, Artigas dictaba losdecretos revolucionarios de su gobierno. Así nació la primera reforma agraria de América Latina.

El código agrario de 1815 fue “la más avanzada y gloriosa constitución” de cuantas llegarían a conocer los uruguayos y que surgió como una respuesta revolucionaria a la necesidad nacional de recuperación económica y de justicia social. Se decretaba la expropiación y el reparto de tierras. Se decomisaba la tierra de los enemigos sin indemnización, y a los enemigos pertenecía la inmensa mayoría de los latifundios. Las tierras se repartían de acuerdo con el principio de que “los más infelices serán los más privilegiados”. Los indios tenían “el principal derecho”.

La intervención extranjera terminó con todo. Desde 1820 hasta fines del siglo fueron desalojados, a tiros, los pobres que habían sido beneficiados por la reforma agraria. Derrotado, Artigas se había marchado a Paraguay, a morirse solo al cabo de un largo exilio. El reglamento de 1815 contenía disposiciones para evitar la acumulación de tierras en pocas manos. En nuestros días, quinientas familias monopolizan la mitad de la tierra en Uruguay. El país vive de la lana y de la carne. Los rendimientos productivos son bajos, pero los beneficios muy altos, a causa de los bajísiinos costos. Quienes producen la carne han perdido el derecho de comerla.

Un siglo después del reglamento de Artigas, en México Emiliano Zapata puso en práctica una profunda reforma agraria. Cinco años antes, el dictador Porfirio Díaz había celebrado con grandes fiestas el primer centenario del grito de Dolores. En 1910, poco más de ochocientos latifundistas poseían casi todo el territorio nacional. Eran señoritos de ciudad, que vivían en la capital o en Europa. Los jornales se pagaban en las tiendas de raya de las haciendas, traducidos en frijoles, harina y aguardiente. La cárcel, el cuartel y la sacristía tenían a su cargo la lucha contra los defectos naturales de los indios, quienes al decir de las familias ilustres de la época: “nacían flojos, borrachos y ladrones”. La esclavitud, por deudas heredadas o por contrato legal, era el sistema de trabajo en las plantaciones de henequén de Yucatán, en el Valle Nacional, en los bosques de Chiapas, y en las plantaciones de caucho, café, caña de azúcar, tabaco y frutas de Tabasco, Veracruz, Oaxaca y Morelos.

En 1845, los Estados Unidos se anexaron los territorios mexicanos de Texas y California, donde restablecieron la esclavitud, y en la guerra México perdió también los actuales estados norteamericanos de Colorado, Arizona, Nuevo México, Nevada y Utah. Más de la mitad del país. “¡Pobre México! -se dice desde entonces- tan lejos de Dios y tan cerca de los Estados Unidos”. El resto de su territorio mutilado sufrió después la invasión de las inversiones norteamericanas en el cobre, en el petróleo, en el caucho, en el azúcar, en la banca y en los transportes.

En 1910 México se alzó en armas contra Porfirio Díaz. Un caudillo agrarista encabezó la insurrección en el sur: Emiliano Zapata, el más puro de los líderes de la revolución, el más leal a la causa de los pobres: Las últimas décadas del siglo XIX habían sido tiempos de despojo feroz para los pueblos y las aldeas de Morelos. Las haciendas azucareras dominaban la vida del estado y su prosperidad había hecho nacer ingenios modernos, grandes destilerías y ramales ferroviarios para transportar el producto. En Anenecuilco, donde vivía Zapata, los campesinos indígenas despojados estaban allí desde antes de que llegara Hernán Cortés. Los que se quejaban en voz alta marchaban a los campos de trabajos forzados en Yucatán. Las tierras buenas estaban en manos de diecisiete propietarios, los trabajadores vivían peor que los caballos de polo de los latifundistas. Una ley de 1909 determinó que nuevas tierras fueran arrebatadas a sus legítimos dueños. Emiliano Zapata, respetado por su honestidad y su coraje, se hizo guerrillero. “Pegados a la cola del caballo del jefe Zapata”, los hombres del sur formaron un ejército libertador.

Cayó Díaz, y Francisco Madero, en ancas de la revolución, llegó al gobierno. Las promesas de reforma agraria no demoraron en disolverse. El día de su matrimonio, Zapata tuvo que interrumpir la fiesta: el gobierno había enviado a las tropas del general Victoriano Huerta para aplastarlo. En noviembre de 1911, Zapata proclamó su Plan de Ayala. El plan propugnaba la nacionalización de los bienes de los enemigos de la revolución, la devolución a sus legítimos propietarios de las tierras usurpadas por los latifundistas y la expropiación de una tercera parte de las tierras de los hacendados restantes. Zapata denunciaba “La infame pretensión de reducirlo todo a un simple cambio de personas en el gobierno”.

Cerca de diez años duró la lucha. Contra Díaz, contra Madero, luego contra Huerta, y más tarde contra Venustiano Carranza. El largo tiempo de la guerra fue también un período de intervenciones norteamericanas: los marines tuvieron a su cargo dos desembarcos y varios bombardeos, los agentes diplomáticos urdieron conjuras políticas diversas y el embajador Henry Lane Wilson organizó el crimen del presidente Madero y su vicepresidente. Los diarios bramaban contra “las hordas vandálicas” de Zapata. Poderosos ejércitos fueron enviados contra Zapata. Las matanzas y la devastación de los pueblos resultaron inútiles.

Después de la caída de Huerta, Emiliano Zapata y Pancho Villa entraron en la ciudad de México a paso de vencedores y fugazmente compartieron el poder. A fines de 1914, un breve ciclo de paz permitió a Zapata poner en práctica, en Morelos, una reforma agraria más radical que la anunciada en el Plan de Ayala. El Partido Socialista y algunos anarcosindicalistas influyeron en este proceso: radicalizaron la ideología del líder del movimiento y le proporcionaron una capacidad de organización.
 
     
La reforma agraria se proponía “destruir de raíz el monopolio de la tierra, para realizar un estado social que garantice plenamente el derecho natural que todo hombre tiene sobre la extensión de tierra necesaria a su propia subsistencia y a la de su familia”.Se formaron escuelas de técnicos, fábricas de herramientas y un banco de crédito rural, se nacionalizaron los ingenios y las destilerías. Un sistema de democracias locales colocaba en manos del pueblo las fuentes del poder político y el sustento económico. La gente elegía sus autoridades, sus tribunales y su policía. Los jefes militares debían sorneterse a la voluntad de las poblaciones civiles organizadas. No era la voluntad de los burócratas y los generales la que imponía los sistemas de producción y de vida. La revolución se enlazaba con la tradición y operaba “de conformidad con la costumbre y usos de cada pueblo”.

En la primavera de 1915, todos los campos de Morelos estaban bajo cultivo, principalmente con maíz y otros alimentos. La ciudad de México padecía, mientras tanto, por falta de alimentos, la inminente amenaza del hambre. Venustiano Carranza había conquistado la presidencia y dictó una reforma agraria, pero sus jefes no demoraron en apoderarse de sus beneficios; en 1916 se abalanzaron sobre las comarcas zapatistas. Los cultivos, los minerales, las pieles y algunas maquinarias, resultaron un botín para los oficiales carrancistas.

En 1919 una estratagema y una traición terminaron con la vida de Emiliano Zapata. Mil hombres emboscados descargaron los fusiles sobre su cuerpo. Murió a la misma edad que el Che Guevara. Lo sobrevivió la leyenda. Pero no sólo la leyenda. Pasó el tiempo, y con la presidencia de Lázaro Cárdenas (1934-1940) las tradiciones zapatistas recobraron vida a través de la puesta en práctica, por todo México, de la reforma agraria. Se expropiaron 67 millones de hectáreas en poder de empresas extranjeras o nacionales, y los campesinos recibieron tierra, créditos, educación y medios de organización para el trabajo. Se multiplicó la producción agrícola al tiempo que el país se industrializaba. Crecieron las ciudades y se amplió el mercado de consumo.

Pero el nacionalismo mexicano no derivó al socialismo y como ha ocurrido en otros países que tampoco dieron el salto decisivo, no realizó cabalmente sus objetivos de independencia económica y justicia social. Un millón de muertos habían tributado su sangre en la revolución. Edmundo Flores afirma que, “Actualmente, el 60 por ciento de la población total de México tiene un ingreso menor de 120 dólares al año y pasa hambre”. Ocho millones de mexicanos no consumen prácticamente otra cosa que frijoles, tortillas de maíz y chile picante. El sistema nos revela sus hondas contradicciones solamente cuando caen quinientos estudiantes muertos en la matanza de Tlatelolco.

Recogiendo cifras oficiales, Alonso Aguilar llega a la conclusión de que hay en México unos dos millones de campesinos sin tierra, tres millones de niños que no reciben educación, cerca de once millones de analfabetos y cinco millones de personas descalzas. La propiedad colectiva se pulveriza continuamente, y junto con la multiplicación de los minifundios, que se fragmentan a sí mismos, ha hecho su aparición un latifundismo de nuevo cuño y una nueva burguesía agraria dedicada a la agricultura comercial en gran escala. Los terratenientes e intermediarios nacionales que han conquistado una posición dominante trampeando el texto y el espíritu de las leyes son, a su vez, dominados, y en un libro reciente se los considera incluidos en los términos “and company” de la empresa Anderson Clayton. En el mismo libro, el hijo de Lázaro Cárdenas dice que “los latifundios simulados se han constituido, preferentemente, en las tierras de mejor calidad, en las más productivas”.

El novelista Carlos Fuentes ha reconstruido, a partir de la agonía, la vida de un capitán del ejército de Carranza que se va abriendo paso, a tiros y a fuerza de astucia; en la guerra y en la paz . Hombre de muy humilde origen, Artemio Cruz va dejando atrás, con el paso de los años, el idealismo y el heroísmo de la juventud: usurpa tierras, multiplica empresas, se hace diputado y trepa hacia las cumbres sociales, acumulando fortuna y poder en base a los negocios, los sobornos, la especulación, los golpes de audacia y la represión a sangre y fuego de la indiada. El proceso del personaje se parece al proceso del partido que, poderosa impotencia de la revolución mexicana, virtualmente monopoliza la vida política del país en nuestros días. Ambos han caído hacia arriba.
(Continuará).
El latifundio multiplica las bocas pero no los panes...
 
 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

   
carton noviembre 09 Noviembre 09 Rufino